Todos los días pasaba por delante de mi tienda, lo veía venir calle abajo desde hacía muchos años, desde que era niño y despachaba la fruta con mi padre. Nunca nos compró nada y nunca nos saludó, era como si su cuello actuara como un imán negativo, repeliendo la cabeza hacia otra parte de manera maquinal. Lo recuerdo sonriente, altivo, piel fresca y lozana, fugaz, caminaba como si en cada paso se comiera un segundo del tiempo, como si al pisar se apropiara de cada metro avanzado, sí, cada pisada era su propiedad. No existíamos en su mundo.
Luego con bastón, el pelo cano, más sereno, caminar más pesado. El tiempo que tardaba en cruzar la calle era pegajoso. Su mirada baja dejó de alcanzar el horizonte y un día me di cuenta que nada le interesaba más allá de sus pies, que lejos de ser apisonadoras ahora se iban arrastrando mientras dejaban atrás una ligera nube de polvo. Ya no iba a la moda, su tiempo aletargado no le permitía esos excesos. Un día lo vi de lejos en silla de ruedas, su hija la empujaba con dificultad y al pasar delante de mí su cabeza giró con mucha dificultad, parpados cansados, ojeras, me miró con unos ojos hundidos en las cuencas, hizo una mueca con sus pastosos labios y me dijo adiós.
Si te gustan mis relatos, prueba con la novela «La sombra de la existencia» pulsando aquí