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Microrrelato: Echado en el sillón

Echado en el sillón, el reloj daba las seis de la tarde.

Todo estaba resuelto. Toda una  vida de lucha intentado tener una jubilación tranquila. Luchando por pagar la casa, luchando por criar a sus hijos, luchando por cuidar a su mujer. Luchando por vivir. Viviendo gracias a luchar.

Echado en un sillón, con las piernas muy relajadas y una copa de Ribera del Duero a su lado.

Su vida había sido un infierno y ahora disfrutaba de la tranquilidad que le daba tener unos magníficos nietos. Lo había dado todo, había conseguido hacer una fortuna de la nada. Era el tiempo del relax, era el tiempo de la calma.

Echado en el sillón, dándole vueltas a esa copa, viendo cómo el líquido recorría el cristal.

Miraba las manecillas del reloj. Le quedaban aún muchos años por delante. Era relativamente joven, con una salud de hierro. Todo estaba ya resuelto y se sentía vacío por ello. A esa hora tras la siesta su corazón siempre se le secaba. Era insoportable.

Echado en el sillón, y a su lado una mesita auxiliar con cuadros de su familia.

Miraba las manecillas, miraba a su alrededor. Esa casa ya era suya. Esa vida ya no había que lucharla. Nunca creyó en Dios, ni en otra vida, ni en nada. Solo creía en su trabajo. Sintió el vacío, sintió la nada. Insoportable dolor.

Echado en el sillón bebió el último trago y  mientras líquido rojo le chorreaba por la comisura de los labios alzó el brazo y cogió de la mesita una vieja pistola.

Entonces vio el todo de la más insoportable nada. Entonces alcanzó lo que muchos monjes buscan ansiosos durante toda una vida de meditaciones y abstinencias. Entonces sintió en su pecho la más grande oquedad. El eco del absurdo de la existencia rebotaba sin parar. Ahí echado en el sillón, con toda una vida por vivir, con todo ya resuelto. El Nirvana, el paraíso, la disparatada gloria, la irracional liberación de la verdad absoluta.

 

Echado en el sillón lo encontró su nieta de doce años con los sesos desparramados.

 

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buda recostado

Microrrelato: El cínico escritor (I)

Escribir, escribir, vomitar palabras, relajar la mente para que moleste lo menos posible.

Es la pasión y el deseo de ser superior al resto, el andar por la calle y sentirme por encima de ellos; oscuros, arrastrados, drogados de felicidad, miserables, enfangados en el lodo moral válido para tantos e inútil para el individuo. Son hoscos objetos inanimados, sois autómatas sin alma, sois contemporáneos, demasiado contemporáneos. ¡Os odio!

Es el desgarro emocional, es el enfado, es la rabia, mucha rabia, es la frustración que se canaliza en palabras, malditas palabras, que ojalá no existieran. Es ese miedo, ese no querer ser como ellos, como ellos, sí como ellos, como vosotros que me leéis, como aquellos que me leeréis, como aquellos que espero que no sean capaces de entenderme nunca, nunca jamás, bajo amenaza de grave ofensa para mi ego. Porque solo desde la miseria puedo escribir, sólo desde un lodazal inmundo, solo desde la más profunda tristeza y el mayor sentimiento de soledad me surge la fuerza interior, que como si de una pequeña semilla se tratara, se nutre de odio, de miedo y sobre todo de soledad, de desamparo, nostalgia incomunicada, tristeza desamparada que hace crecer con fuerza y vigor esa simiente, explotando en mi corazón, ensanchándolo y empujando hacia fuera palabras que estoy volcando en este miserable papel en blanco. Es una fuerza alucinógena que me hace sentir por encima del bien y del mal, por delante de todos vosotros, caminantes infectos que no sabéis ir sin rumbo, que necesitáis una dirección; perdidos con destino, miserables, pobres desorientados que nunca se extraviarán y correrán lejos de su triste destino.

Cínico, muy cínico, sí, escribo sobre mirar al corazón y lo hago para exponerme a los demás; cínico, muy cínico, sí, escribo sobre volver la mirada al interior y mientras espero con agonía que a los demás le guste lo que siento; cínico es escribir para perdurar, mejor sería quemarlo todo, que tras cada frase impresa, como si de pólvora se tratara, un reguero de fuego fuera destruyendo cada palabra.

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Microrrelato: El Caminante

Todos los días pasaba por delante de mi tienda, lo veía venir calle abajo desde hacía muchos años, desde que era niño y despachaba la fruta con mi padre. Nunca nos compró nada y nunca nos saludó, era como si su cuello actuara como un imán negativo, repeliendo la cabeza hacia otra parte de manera maquinal. Lo recuerdo sonriente, altivo, piel fresca y lozana, fugaz, caminaba como si en cada paso se comiera un segundo del tiempo, como si al pisar se apropiara de cada metro avanzado, sí, cada pisada era su propiedad. No existíamos en su mundo.

Luego con bastón, el pelo cano, más sereno, caminar más pesado. El tiempo que tardaba en cruzar la calle era pegajoso. Su mirada baja dejó de alcanzar el horizonte y un día me di cuenta que nada le interesaba más allá de sus pies, que lejos de ser apisonadoras ahora se iban arrastrando mientras dejaban atrás una ligera nube de polvo. Ya no iba a la moda, su tiempo aletargado no le permitía esos excesos. Un día lo vi de lejos en silla de ruedas, su hija la empujaba con dificultad y al pasar delante de mí su cabeza giró con mucha dificultad, parpados cansados, ojeras, me miró con unos ojos hundidos en las cuencas, hizo una mueca con sus pastosos labios y me dijo adiós.

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