Echado en el sillón, el reloj daba las seis de la tarde.
Todo estaba resuelto. Toda una vida de lucha intentado tener una jubilación tranquila. Luchando por pagar la casa, luchando por criar a sus hijos, luchando por cuidar a su mujer. Luchando por vivir. Viviendo gracias a luchar.
Echado en un sillón, con las piernas muy relajadas y una copa de Ribera del Duero a su lado.
Su vida había sido un infierno y ahora disfrutaba de la tranquilidad que le daba tener unos magníficos nietos. Lo había dado todo, había conseguido hacer una fortuna de la nada. Era el tiempo del relax, era el tiempo de la calma.
Echado en el sillón, dándole vueltas a esa copa, viendo cómo el líquido recorría el cristal.
Miraba las manecillas del reloj. Le quedaban aún muchos años por delante. Era relativamente joven, con una salud de hierro. Todo estaba ya resuelto y se sentía vacío por ello. A esa hora tras la siesta su corazón siempre se le secaba. Era insoportable.
Echado en el sillón, y a su lado una mesita auxiliar con cuadros de su familia.
Miraba las manecillas, miraba a su alrededor. Esa casa ya era suya. Esa vida ya no había que lucharla. Nunca creyó en Dios, ni en otra vida, ni en nada. Solo creía en su trabajo. Sintió el vacío, sintió la nada. Insoportable dolor.
Echado en el sillón bebió el último trago y mientras líquido rojo le chorreaba por la comisura de los labios alzó el brazo y cogió de la mesita una vieja pistola.
Entonces vio el todo de la más insoportable nada. Entonces alcanzó lo que muchos monjes buscan ansiosos durante toda una vida de meditaciones y abstinencias. Entonces sintió en su pecho la más grande oquedad. El eco del absurdo de la existencia rebotaba sin parar. Ahí echado en el sillón, con toda una vida por vivir, con todo ya resuelto. El Nirvana, el paraíso, la disparatada gloria, la irracional liberación de la verdad absoluta.
Echado en el sillón lo encontró su nieta de doce años con los sesos desparramados.
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